Tuesday 2 December 2008

Verano cordillerano


Extraño sentarme frente a las montañas con mi caja de lápices de colores. Incluso ahora, sin siquiera cerrar mis ojos, puedo ver la luz amarillenta de la tarde, mientras el viento mece al pasto y y
o hago trenzas con él, a medida que el tiempo pasa sin pasar realmente; o esas tardes de ocio, de juegos de cartas encerradas entre cuatro paredes y cortinas a cuadrillé rosadas, la cama enclenque de cubrecama celeste con florcitas cafés y la música de fondo, que se pierde entre los ataques de risa.

Extraño las caminatas entre los árboles frutales, los choclos y la alfalfa; las salidas a buscar moras y nadar en la poza
del río.

Echo de menos los paseos a la montaña mientras, a través de la ventana del auto, mis ojos se fijan en las altas rocas y en las nevadas cumbres que me cortan la respiración.


Ese es mi lugar favorito en el mundo, justo entre las montañas; allá, donde el viento corre con fuerza y se impone sobre cualquier otro ruido; donde las cimas nevadas se ven tan cerca pero tan lejanas a la vez, mientras los cóndore
s y los aguiluchos planean bien arriba, pareciendo nada más que una ínfima línea en movimiento; allí, tan alto pero tan lejos del vasto cielo azul, es imposible cuestionar la existencia de Dios; allá soy otra, allá, soy yo.

Aún siento la falta del río al que todavía puedo escuchar y que, junto a los grillos, en vez de desvelarme cada noche, tiene ese efecto narcotizante; y ese mar de estrellas incrustadas, brillantes, en el oscuro celaje y que para apreciarlas mejor, es necesario tapar con los dedos las luces de las antenas del cerro, ese por el que pasa el canal y que está frente al que esconde a la luna.

Quisiera poder estar ahí, donde el mundo es otro, donde parece de fantasía pero que es realidad pura; en ese lugar inserto entre los cerros y donde una casita de madera y piedra espera ser habitada durante los cálidos y secos días del verano cordillerano.