Saturday 20 October 2007

Ritual de Medianoche (o un poco más tarde)

(versión de invierno)

Pasan los minutos y el reloj marca una hora que insinúa que es prudente dar por terminadas las actividades del día. Y allí está ella, esperando. La miro y me llama. Luego de ponerme el pijama raudamente - tarea extremadamente compleja, dada la cantidad de prendas que componen mi pijama de invierno- y de lavarme los dientas saltando y a la velocidad de la luz, me dirijo hacia ella. Mi cama, hermosa, sigue allí, esperando que llegue la hora de dormir, para cubrirme y proteger mis sueños.

El proceso, en invierno sobre todo, no es algo azaroso o aleatorio. Hay que preparar la cama. No deben quedar sueltas las sábanas, o se caerán en medio de la noche y seré presa del frío. Es importante también que las frazadas varias (al menos 3 o 4) lleguen hasta arriba, pues de lo contrario, la espalda queda descubierta. Lo más complejo, sobre todo cuando no se está fatídicamente cansada/o, es encontrar la disposición perfecta del cuerpo, tanto para no sentir frío, como para poder entregarse cómodamente a la corriente del subconsciente.

Una vez encontrada la posición exacta, lo que sigue es clasificar aquellos momentos del día que vale la pena recordar; también hilar historias supuestas y agradables mientras, después de una fugaz oración -o extensa, dependiendo del cansancio- se seleccionan aquellas imágenes con las que se desea soñar, con la esperanza que, de algún modo, alguna pueda hacerse realidad.

Thursday 4 October 2007

La niña de los zapatos rojos


Cuando era pequeña, tenía un par de zapatos rojos que creo haber usado hasta que los deditos de mis patitas de empanada sufrieron el martirio de mi capricho.
Me gustaban los vestidos - mientras más de niñita de foto de revista, mejor -, las faldas con flores o escocesas y, por supuesto, los zapatitos y los calcetines con vuelitos que combinaban con el resto del atuendo. Niña de chalequito con botones y colores sobrios, mis zapatos nunca fueron muy estrafalarios. Botitas, zapatos de charol. Pero ninguno como los atrevidos zapatos rojos. Me pregunto por qué no los guardé..

[Nota al margen] Siempre ha sido un suplicio para mí, la compra de zapatos. Incluso aquellos negros y sin ni una gracia que debía usar para el colegio eran dignos de un recorrido por todas las zapaterías de la Calle Valparaíso, para luego decidirme por los de la primera tienda. Pero mis zapatos nuevos siempre salían caminando de la tienda -a excepción de los de colegio- mientras los viejos entablaban una relación con la oscuridad de la caja en la bolsa de la zapatería [Fin de nota al margen].

A veces quisiera volver a ser la niña de los zapatos rojos - no se aceptará ningún comentario acerca de Dorothy y los zapatos de rubí - y de esos vestidos con amarra en la espalda. Hoy, las zapatillas han reemplazado al calzado de niña ingenua, de pisadas ligeras que casi no dejaban huellas en la arena; ahora el rastro es profundo, hijo de pasos pesados. Ya no son zapatos para jugar y corretear, sino para esas carreras olímpicas -muchas veces en sentido contrario, si se me permite agregar- y largas caminatas que desgastan y dejan heridas tanto en los pies como en el alma.

No quiero vivir eternamente con zapatillas, pero tampoco deseo que llegue el cambio de zapatos nuevamente. No me gustan esos zapatos simples y excesivamente sobrios que con la edad se admiten. Ya no anhelo esos tacones que, años atrás, ocupaba al disfrazarme para sentirme grande y bella; quisiera encoger mis dedos y ponerme nuevamente los rojos, esos que me encantaba usar.

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